Publicado el 23 del 11 de 2019
CONCURSOS DE PIANO
Mark Twain, Oscar Wilde, Albert Einstein, Woody Allen, Winston Churchill, Maquiavelo, Groucho Marx, Schopenhauer ... son autores citadísimos en internet. A menudo las citas son ciertas y correctas, en ocasiones inexactas y otras veces sencillamente apócrifas.
No he encontrado la fuente original de la frase de Béla Bartók que me servirá para encabezar este artículo, pero la doy por verdadera porque la menciona György Sandor – que fué alumno suyo – en una entrevista con un prestigioso diario:
“Los concursos son para los caballos, no para los artistas”
Estoy totalmente de acuerdo; en principio.
Desde los tiempos - hace más de 100 años - en los que Prokofiev ganó el Premio Anton Rubinstein interpretando su propio concierto para piano y orquesta nº1, las competiciones musicales han proliferado como medusas. Hace unos 20 años me dijeron que en todo el mundo había más de 3.000 concursos de piano , contando los de ámbito local y regional. Hoy en día deben de ser 10.000 como mínimo. En teoría, participar en competiciones a nivel local te prepara para los concursos de nivel nacional y luego internacional. Es cierto que parece improbable poder aguantar la tensión del concurso Tchaikovsky de Moscú si no te has acostumbrado al martirio desde muy jovencito, pero hay de todo; yo creo que se trata de una forma más de talento. Parafraseando el célebre monólogo de Gila podría decirse a la parturienta aquello de: “Señora, ha tenido usted un concursante”
Se suele decir que hay que tener “nervios de acero”, pero ¿es eso compatible con un corazón cálido y generoso? Más bien parece una cuestión de capacidad de concentración y , en algunos casos, incluso de soberbia; sentirse superior a los demás es un fenomenal ansiolítico y es disculpable, en los jóvenes, si esa superioridad es verdadera. En caso contrario es extremadamente ridículo.
En nuestros tiempos el nivel pianístico es altísimo. Hace un siglo los estudios de Godowsky los tocaba sólo Godowsky, actualmente hay miles de pianistas que son capaces de ofrecer versiones muy correctas de estas endiabladas obras. Me refiero, evidentemente, al nivel técnico, o mecánico mejor dicho. El porqué de esta realidad indiscutible sería motivo de otro artículo en el que expondría una explicación a este fenómeno que, en algún aspecto, roza lo sobrenatural. Otra cosa es que los concursos ayuden a descubrir a grandes artistas. En muchas ocasiones así ha sido: Van Cliburn, Sokolov y Pletnev ganaron la medalla de oro del Concurso Tchaikovsky de Moscú. El “Chopin” de Varsovia otorgó el primer premio a Pollini, Martha Argerich y Krystian Zimerman. A veces en el palmarés de algunas competiciones encontramos algunas sorpresas: Lazar Berman ganó un modesto 4º premio en el Concurso Reina Elisabeth de 1956; también Alfred Brendel se conformó con un 4º premio en el “Ferruccio Busoni” de Bolzano en 1949. Y nada menos que el pluscuamperfecto Michelangeli obtuvo tan sólo el 7º premio en el Concurso “Eugène Ysaÿe” de Bruselas, en 1938.
Arcadi Volodos y Evgeny Kissin nunca ganaron ningún premio en ningún concurso por la sencilla razón de que no se presentaron a ninguno.
La vida de un gran solista es muy dura; para empezar requiere - como decía Cortot - de un buen estómago y un buen sueño. Yo, por ejemplo, no aguantaría ni una gira de tres semanas. También precisa de un sistema nervioso capaz de controlar el “trac” y ser psicológicamente muy fuerte para aguantar todo tipo de presiones. En los primates superiores la mirada fija es un gesto de amenaza, de desafío; imagínense dos mil miradas fijas sobre un tipo que se encuentra situado en el centro de un espacio enorme (los concertistas no pueden padecer de agorafobia). La banqueta del piano de una gran sala de conciertos es el lugar más solitario del mundo. Solista; ya te advierte la palabra.
Luego está la gente y los críticos. No se imaginan la cantidad de sandeces que he llegado a escuchar proferidas por algunos “aficionados” del público. Hace años que, por razones de salud, ya no hablo con nadie en la media parte o al final de un concierto, excepto con mis amigos y mis alumnos. Los críticos serán motivo de otro artículo, especialmente dedicado a ellos, pero antes tengo que terminar de afilar el instrumental requerido.
Los concursos sirven para descubrir a músicos capaces de soportar esto y que además son relevantes artistas. Es como una selección natural, a veces cruel, pero eficaz. Sin embargo ¿cuántos artistas con un sistema nervioso frágil habrán sucumbido a estos calvarios y no se han dado a conocer? Godowsky, que padecía de bastante “miedo escénico”, no creo que hubiera superado la primera prueba de una importante competición actual.
Una vez le preguntaron a Volodos porqué nunca se había presentado a un concurso; contestó que no se veía capaz de levantarse a las siete de la mañana para a las nueve, o antes, estar tocando un preludio y fuga a cuatro voces. Evidentemente hubo algo más; un directivo de Sony le escuchó tocar por casualidad en una casa particular y quedó tan impresionado que le contrató al instante. Poco tiempo después Volodos grabó el disco de “Transcripciones” que le hizo mundialmente famoso.
He formado parte del jurado en varios concursos. Nunca he visto que se hiciera una gran injusticia, pero si pequeñas irregularidades. Un miembro del tribunal no debería poder presentar a un alumno al concurso del que forma parte, porque aunque no puntúe a su pupilo, puede - si tiene mala idea - calificar más bajo a otros participantes y, sobre todo, influir sobre los demás jurados, creándose a veces situaciones tensas y poco agradables. Hace años, un colega mío - de espíritu bastante pequeño - dejo de saludarme porque no le dimos el primer premio a un alumno suyo. En el jurado éramos cinco personas y todas estuvimos de acuerdo en darle no recuerdo si un segundo o tercer premio. No he constatado si a los otros cuatro miembros del tribunal también ha dejado de saludarles. Poco importa.
A lo largo de los años fuí dándome cuenta de que no hay que llevar a concursos a niños demasiado pequeños. Cuando eso ocurre se trata más bien de concursos de “papás” y “mamás” y pueden darse situaciones risibles pero también otras muy tristes como, por ejemplo, un padre riñendo a un lloroso niño de siete u ocho años porque “se había equivocado” y no pasó la prueba. Yo eso lo he visto. Debería esperarse a los 11 o 12 años, como mínimo, y sólo si el niño quiere realmente concursar, no si “acepta” concursar.
Como dijo mi querido y sapientísimo Goethe: “El verdadero talento siempre acaba encontrando su camino”. Mi conclusión es que Bartók tiene toda la razón con su reflexión sobre artistas y caballos; pero en el mundo moderno puede que los concursos, sobre todo los de alto nivel, sean un “mal necesario”. Soy consciente de que no es una conclusión muy original, pero les garantizo que es sincera.