Publicado el 02 del 07 de 2019
LA GRAN PLAGA
La primera acepción del sustantivo “plaga” en el admirable “Diccionario de uso del español” de María Moliner es: “daño público persistente; azote, calamidad”.
En el restaurante, en el bar, los grandes almacenes, el supermercado, las tiendas de ropa, los trenes de cercanías, en las gasolineras, en los taxis... en casi todas partes: la maldita música de fondo (background music, musique d´ambiance, hintergrundmusik, musica di sottofondo... el flagelo es mundial).
¿De dónde viene esta desgracia? De verdad que no lo sé. En el siglo XVIII había músicos tocando en celebraciones al aire libre, especialmente en las matinées. Nadie les escuchaba demasiado, si te interesaba podías acercarte a la pequeña orquesta y si no, te escabullías a otro lado del jardín. Ahora los altavoces te persiguen hasta el último rincón. En el XIX , en algunas tabernas y restaurantes había dos o tres instrumentistas que amenizaban la velada. Pensemos, por ejemplo, en los músicos zíngaros que tocaban en el famoso “Erizo Rojo” de Viena, al que iban a cenar con frecuencia Brahms, Bruckner o Mahler. Los músicos actuaban a ratos, se les aplaudía y siempre podías conseguir que dejasen de tocar a cambio de una propina. No era lo mismo. Había el elemento humano.
La mayor parte de la gente no oye esta omnipresente y fastidiosa música, no se da cuenta de que está sonando. Eso implica que cuando va a una sala de conciertos a escuchar un cuarteto de Beethoven tampoco lo percibe, aunque le parezca que sí. El oído, o mejor dicho, la parte del cerebro que corresponde al oído, está entumecida, apelmazada, insensible de tanto procesar sonidos. El auditor pierde la capacidad de concentrarse porque está acostumbrado a no escuchar, a dejar pasar. Mucha gente se ha vuelto sorda. Oyen los sonidos pero no entienden nada.
En general, la música que suena en un supermercado es una absoluta basura, muchas veces ni siquiera es música sensu stricto, sólo “ruido organizado”; pero, por otra parte, si ponen una sinfonía de Haydn - aunque es menos desagradable – resulta del todo inapropiado: una falta de respeto. Haydn debe ser escuchado en silencio, no debe estar “de fondo” de nada. De ese modo, la música pierde su excepcionalidad, su unicidad. Es como lavarse los dientes con el mejor champagne francés.
¿Por qué este miedo al silencio? ¿Miedo a que tu abismo interior te devuelva la mirada? ¿A sentir la propia miseria espiritual?
El silencio está , hoy en día, bastante mal visto. Como en realidad seguimos estando en el Romanticismo - o en uno de sus epígonos – parece que aún comulgamos con De Musset: “Le sevère dieu du silence est un des frères de la Mort”. Sin embargo hay algunas contradicciones; a casi todo el mundo le da igual la contaminación musical en restaurantes, tiendas o supermercados, pero exige silencio en los vagones del AVE, lo cual me parece muy bien; protestan – con razón - por los sonidos de los móviles y por el volumen de voz de los que hablan, algo que siempre me recuerda el monólogo de Gila: “... es que si grito más ya no me hace falta el teléfono”. Curiosamente, no creo que se quejaran si , como en el caso de algunos trenes de cercanías, se oyera una constante musiquita.
Sé que es clamar en el desierto. Me consta que un artista de gran renombre como es Alfred Brendel, tiene la misma fobia que yo a la música de fondo y no le hacen ningún caso. Pide en los restaurantes que apaguen la música o si no , se marcha. Yo así lo he hecho muchas veces. Incluso una vez amenacé con no pagar la cuenta si no apagaban la pesadilla sonora (eramos sólo dos mesas en el restaurante y en la otra apoyaban mi iniciativa). Funcionó. La quitaron.
Quim Monzó cuenta en un divertido artículo lo que hacía uno de sus lectores para luchar contra la plaga. Llevaba al bar un radiocasete y ponía la música que más le apetecía al mismo volumen que la del establecimiento. Cuando venía el camarero a decirle que no podía hacer eso, se iniciaban unas arduas y tensas conversaciones hasta llegar a un acuerdo: él apagaría su radiocasete si ellos quitaban su música. Naturalmente esto requiere de un espíritu de lucha que yo ya no poseo, así que, desde hace años, circulo por el mundo llevando en el bolsillo una cajita con bolas de cera recubiertas de algodón para taponarme los oídos. Las venden en las farmacias: OtoTap. Bastante eficaces. Se las recomiendo.
Pero hay algo todavía peor; peor porque el grado de imbecilidad que implica es ya difícil de soportar ni siquiera con la más cristiana de las actitudes. Como me gusta mucho la historia, además de leer libros, suelo escuchar algunos de los llamados podcast, ya sean de iniciativa privada o de emisoras de radio generalistas. Los hay que son muy interesantes , pero en la mayoría de ellos ponen música de fondo ¡mientras la gente habla! Tienen, por ejemplo, a un prestigioso catedrático de historia antigua ilustrándonos sobre la segunda guerra púnica y por debajo suena un constante y estúpido murmullo musical que a veces está a un volumen tal que dificulta la comprensión de lo que dice el susodicho profesor.
¿No es acaso el silencio el mejor fondo para la palabra? ¿Qué función cumple esa música? No puedo entender porque hacen eso.
Para concluir, el summum de los despropósitos: poner música mientras un poeta o un actor recitan una poesía. ¿Es posible no darse cuenta de que el poema en sí mismo ya es la música? Es como escuchar el segundo concierto de Rachmaninoff y de fondo un tema de Elton John, ¡ o viceversa! Lo que hacen los compositores es tomar el texto escrito por el poeta, ponerle una melodía y un acompañamiento instrumental, y entonces a esto se le llama “canción”.
Creo que fue a Stockhausen que le preguntaron si en nuestros tiempos había algún compositor de la talla de Bach, Beethoven o Mozart. Dijo que no; y que no habría ninguno nunca más hasta que no hubiera silencio.
Mal vamos.