Las toses y el vanidoso

Publicado el 22 del 04 de 2019


        LAS TOSES  Y  EL VANIDOSO

 

He asistido a muchos conciertos en mi vida. En ellos he vivido experiencias inolvidables. Como ya no soy ningún jovencito, puedo contar que he escuchado en vivo a Rubinstein, Richter, Kempff, Cziffra, Menuhin o Rostropovich.

Por desgracia, los conciertos suelen verse perturbados por una serie de fastidiosos incidentes que serían fácilmente evitables. De eso hablaré hoy aquí.

 

Empecemos por las toses:  he observado en repetidas ocasiones que alguien del público que no ha tosido ni una sola vez antes del concierto, ni  en la media parte, parece estar a punto de morir de tisis en cuanto empieza a sonar la música. Algunos tosen sin el menor reparo, a pleno pulmón; otros parecen sufrir mucho conteniéndose pero , al final , siempre acaban recolocando los bronquios con  cara de culpables. Estos individuos, no sin  buena intención, suelen aprovechar algún significativo silencio en la partitura para toser, porque piensan que cuando hay ausencia de sonido es que no hay música. No saben que el silencio forma parte de la música al mismo nivel que el sonido. Es como creer que el color negro (ausencia de luz) no forma parte de un cuadro.

 

 

También es habitual que se desate una tormenta de toses entre los movimientos de una obra. Recuerdo la expresión de perplejidad  y disgusto de algún director de orquesta.

En un determinado momento, el agresor bronquial extrae de su bolsillo un caramelo. Entonces se inicia un nuevo calvario mientras va desenvolviendo muy lentamente la golosina presuntamente reparadora. El irritante crepitar puede durar varios minutos.

He llegado a la conclusión – y lo digo muy en serio - de que mucha gente tose adrede, aunque sea inconscientemente. Tosen porque se aburren; se aburren como piedras, y necesitan llenar ese vacío.

 

 

Otra plaga son los teléfonos móviles.  No quiero ni pensar en  la cara que hubieran puesto Sergei Rachmaninoff o  Wilhelm Fürtwangler si hubiera sonado un teléfono mientras actuaban.  En eso de los móviles tienen buena parte de culpa los directivos de las  salas de conciertos. Es muy frecuente que se emita por megafonía el aviso de silenciar o apagar los teléfonos y los relojes con alarma, con un volumen muy bajo, y cuando en la sala, antes de comenzar,  todavía reina un bullicio propio de un bazar turco. Resultado : la gente no oye el mensaje y no desconecta sus artilugios. ¿Tan dificil es esperar a que todo el mundo se haya callado ante la inminente salida a escena del artista, para emitir el aviso? ¿Tan difícil es repertirlo después del entreacto? Parece que sí. Les cuesta mucho.

Yo incluso he visto a una señora contestar al teléfono desde  la primera fila, supongo que para decir: “Luego te llamo que estoy en un concierto”. Todos podemos tener un descuido – yo compruebo dos o tres veces mi móvil – pero la mayoría de las veces es pura negligencia y falta de respeto.

Espero, con cierta angustia, el día en el que el teléfono le suene al pianista que está tocando. Moraleja: los trajes de concierto  deben carecer de  bolsillos.

 

También están  los pítidos de los audífonos, que suelen ser muy agudos. El portador del aparato no lo oye porque los agudos es lo primero que se pierde al menguar la capacidad auditiva. El pitido lo escucha toda la audiencia excepto el que lleva el audífono.¿Cómo se escucha la música a través de un aparato de esos? Mal, supongo. Recuerdo una clase magistral de un famosísimo pianista, una leyenda viva del piano. Llevaba un audífono  porque tenía ya una edad bastante avanzada. Había un alumno que tocaba muy bien, con una bella sonoridad; recibió una enorme bronca por estar tocando demasiado fuerte y con un sonido duro y estridente. En la partitura indicaba triple forte y el joven, intentando contentar al maestro, apenas tocaba mezzoforte. Estaba claro que el famoso pianista – un grandísimo artista – no lo escuchaba bien. Después de la clase se disculpó con el alumno con lo cual demostró su grandeza de espíritu.  Fue un episodio triste.

 

 

He dejado para el final al más odioso de los personajes que puede haber entre el público de una sala de conciertos: el que aplaude a destiempo; y no me refiero al auditor poco habituado que aplaude entre los movimientos de una obra, sino al que después de una pieza que termina en pianissimo estalla en vítores al cabo de una décima de segundo de extinguirse el sonido. Si piensan en obras como la Novena Sinfonía de Mahler, la Sonata en si menor de Liszt o las cuatro últimas canciones de Richard Strauss sabrán a lo que refiero. En el final de estas piezas el sonido se funde con el silencio, y la música no termina hasta después ese silencio, que puede ser larguísimo. Hay un video en internet de Claudio Abbado dirigiendo la Novena de Mahler  en el cual, el respetuoso y educado público de Lucerna, permanece en absoluto silencio durante ¡más de dos minutos! hasta que el director indica con un sutil gesto que la música ha terminado.

 

¿Pero, por qué hay alguien que empieza a aplaudir enseguida cargándose la sinfonía? Por vanidad. Quiere que el resto del público sepamos que conoce la obra y que él  sabe que  ha terminado. Aunque en realidad no percibe nada, no se entera; sino sentiría la necesidad de ese silencio. Debería leer el Eclesiastés :“...vanidad de vanidades, todo es vanidad”. (Ecle 1,2)

 

 

 

 

 



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